Escrito por Bruno E. Ramírez Galindo

¿Alguna vez has visto el color de un pedazo de metal caliente? Seguro has visto el color del carbón encendido o los filamentos dentro de tu tostador. Quizás hoy sea obvio y aburrido pensar que los objetos calientes emiten luz, pero a los físicos europeos del siglo XIX eso les pareció algo interesantísimo. Ellos se plantearon muchísimas preguntas acerca de los objetos al rojo vivo, y poco a poco fueron respondiéndolas para hacer un enorme descubrimiento: la física cuántica.

El primero en ocuparse con los cuerpos calientes fue Gustav Kirchoff. Él descubrió algo muy curioso: que si un cuerpo es bueno para emitir luz cuando está caliente, también será bueno para absorberla cuando está frío. Kirchoff se imaginó cómo sería trabajar con un objeto que fuera el mejor emitiendo radiación. De acuerdo con su descubrimiento, este mismo cuerpo sería el mejor absorbiendo luz, y al estar frío se vería negro. Le pareció importante preguntarse por cómo emitiría luz este objeto ideal, conocido como “cuerpo negro” y planteó la siguiente pregunta: ¿cuál es la relación entre la cantidad energía que emite un cuerpo negro caliente, la frecuencia (o color) de la luz, y la temperatura a la que está? Kirchoff dejó esta pregunta al aire, y como es costumbre, los físicos teóricos de la época se apresuraron a responderla. Todos querían responder esta pregunta y resolver el problema del cuerpo negro.

Carbón caliente emitiendo luz, un ejemplo del fenómeno que se buscaba entender. Fuente: Tollis Daniellos vía Unsplash.

Wilhelm Wien fue el primero que buscó una respuesta a la pregunta de Kirchoff. Él observó muy detalladamente lo que sucede al calentar un cuerpo, y notó que cambiaba de color hacia uno de frecuencia mayor y emitía más radiación. Expresó sus observaciones en una simple ecuación. Poco tiempo después los físicos experimentales Otto Lummer y Ernst Prignsheim, quienes trabajaban estudiando filamentos para focos, mostraron resultados experimentales que parecían ser consistentes con lo predicho por Wien. Por un corto periodo de tiempo Wien creyó haber resuelto el problema. Nueve meses después los mismos científicos que le habían dado la razón a Wien, dijeron que estaba equivocado. Los nuevos resultados, producto de experimentos más precisos, mostraban que el comportamiento de la radiación que Wien había propuesto sólo era válido en algunos casos particulares [1]. El problema seguía sin respuesta.

Así, se echó a andar nuevamente la maquinaria de la física. Teóricos y experimentales comenzaron un ciclo de intercambio: unos ofrecían ecuaciones y otros ofrecían datos para comprobarlas. Max Planck, talentosísimo físico teórico alemán, colaboró con su gran amigo Heinrich Rubens. Este último, al igual que Lummer y Pringsheim, se dedicó a producir mejores datos experimentales. Cada mejora en los datos sugería más fuertemente que la ecuación propuesta por Wien era incorrecta. Tras ver los resultados de su amigo Rubens, Planck sabía que debía ofrecer una mejora. Una tarde de octubre después de charlar con Rubens, Planck puso en práctica sus habilidades de físico teórico y dedujo una ecuación distinta. Esta ecuación se reducía a la de Wien en ciertos valores de la temperatura y frecuencia, mientras que en otros casos se comportaba como sugerían los experimentos [2]. Envió sus resultados a Rubens, y éste le respondió con algo sorprendente: la nueva ecuación se ajustaba con gran exactitud a los datos de los experimentos más rigurosos. Planck había resuelto el problema. ¿O no?

La ecuación propuesta por Planck ajustaba bien a los datos experimentales y se comportaba igual a aquella propuesta por Wien para frecuencias altas.
Fuente: Wikimedia Commons.

La ecuación que Planck envió a Rubens estaba en acuerdo con los datos experimentales, pero él no se atrevía a decir que había resuelto el problema por una simple razón: no sabía lo que significaba. Había hecho un enorme descubrimiento, pero sólo a partir de sus habilidades matemáticas. Esto lo atormentaba y estaba dispuesto a poner todo su esfuerzo en entenderla, costara lo que costara.

Planck se vió obligado a cambiar por completo su perspectiva del problema. Imaginó que la energía que salía del cuerpo caliente en forma de luz venía de pequeños objetos que vibraban, llamados osciladores, dentro de él. Imaginó lo siguiente: si pudiera recolectar toda la energía que sale del objeto caliente en forma de luz, y repartirla entre todos los osciladores, ¿cuál sería la forma correcta de hacerlo? ¿A caso era que toda la energía la tenía un oscilador y los demás no tenían nada? No, Planck imaginó que había que repartir la energía total en pedazos iguales. Como el cuerpo no era infinitamente grande no podían haber infinitos osciladores, y no podía repartir la energía en pedazos demasiado pequeños (infinitamente pequeños). Así llegó la hipótesis cuántica: a cada objeto vibrando dentro del cuerpo caliente le toca un pedazo, un cuanto, de energía, el cual no podía ser demasiado pequeño. Un cuanto es un pedazo suficientemente grande de energía. Pensémoslo así: si la energía total fuera un frasco de azúcar, la energía se repartía en cucharadas a los osciladores, no en granos pequeñísimos. De hecho, de suponer que los cuantos podían ser muy pequeños la ecuación de Planck se arruinaba. Llevó su deducción un paso más adelante para completar el rompecabezas y dijo que (para concordar con Wien) el tamaño de un cuanto, de una cucharada de energía, dependía de la frecuencia de la luz que salía. Representó ambas suposiciones en su una simple ecuación, representando el tamaño de un cuanto de energía igual a una constante h (conocida como “Constante de Planck”) por la frecuencia de la luz:

    \[\varepsilon = h \nu \]

Esta simple igualdad cumplía con todo: explicaba su ecuación y reproducía el comportamiento predicho por Wien. Planck resolvió por completo el problema. Curiosamente, nadie puso mucha atención a su peculiar forma de repartir la energía. Nadie se había percatado del nacimiento de la mecánica cuántica. 

No fue hasta 1905 que alguien volvió a proponer la repartición de energía en cuantos. Ese “alguien” fue Albert Einstein, quien estudió cómo un metal liberaba electrones al incidir luz sobre él, ahora llamado efecto fotoeléctrico. Einstein utilizó la hipótesis cuántica al suponer que la luz más intensa estaba compuesta de más cuantos de energía que la luz tenue. Al igual que Planck, propuso que los cuantos tenían más energía cuanto mayor fuera la frecuencia de la luz. Finalmente, sugirió que los electrones en el metal absorbían energía cuanto por cuanto y que al absorber esta energía, se desprendían para inducir una corriente o generar una chispa. Ambas suposiciones de Einstein fueron verificadas experimentalmente, la luz más intensa y de frecuencia más alta (color más tendido al azul) inducía una mayor corriente [3]. Así, comenzaron una serie de experimentos estudiando fenómenos nunca antes vistos, en los cuales la herramienta más útil resultó ser la hipótesis cuántica de Planck. 

Poco a poco la hipótesis cuántica vio más éxitos, hasta que la física cuántica se estableció como una de las principales áreas de la física. Hoy podemos tener smartphones y computadoras gracias a nuestro entendimiento de la física cuántica, y todo gracias a aquellos que se interesaron por los objetos calientes. Como podemos ver, resolver el problema del cuerpo negro fue un enorme reto que trajo consigo grandes frutos. Fue gracias al en equipo de muchos científicos – teóricos y experimentales, alemanes e ingleses, atomistas y no atomistas – que hoy podemos podemos entretenernos contando y leyendo estas historias cuánticas.


Fuentes:
[1] Kumar, M. (2008). Quantum: Einstein, Bohr, and the great debate about the nature of reality. Icon Books Ltd.
[2] Romero Rochín, V. (2017). La h de Planck. Charla impartida en la Facultad de Ciencias de la UNAM.
[3] Gasiorowicz, S. (2007). Quantum physics. John Wiley & Sons.